Winksea

 Si el lector lo considera apropiado, puede llamarme Rebeca.

Esta historia se remonta en el tiempo algo más de dos años, cuando todavía no confiaba en mí misma y la vida ya me había hecho una extensa presentación de sus portentosas fatalidades. Yo estaba notablemente perdida por aquel entonces, a un paso del abismo, aplastada por todo y por todos, por lo que, aprovechando los meses de vacaciones, decidí expandir mis horizontes haciendo algo para lo que nunca estuve preparada; zarpar.

 

El Insignia Azul surcaba sobre las olas, maniobrando con exquisita brutalidad. El mar se extendía a ambos lados del pesquero y era cercenado por él a su paso, formando en su superficie un tajo limpio, que se volvía a cerrar poco después, devorando ansioso el espacio desocupado por la embarcación. La cubierta se quedaba pequeña para los presentes, todos enzarzados en sudorosos combates con aparejos y demás enseres de pesca, excepto una persona. Una solitaria chica que había intentado escapar del mundo en una infinidad de ocasiones, y todavía perduraba en su empeño.

Me encontraba al borde del navío, agarrada a una barandilla de frío hierro blanco, con algunos desconchones a la altura del pasamanos, mirando la inmensidad del océano. Había rechazado un par de veces una gabardina, alegando que, a pesar de atardecer, julio y la cercanía con la costa marroquí eran factores suficientes para mantener el viento cálido. Nada más lejos de la verdad. En realidad, no quería echar a perder una gabardina inútilmente, ya que después de casi un mes de ruta, por fin lo había decidido. De repente, una racha más fuerte de lo normal soltó varias cuerdas, provocando una ligera conmoción entre los presentes. “Justo lo que buscaba”, pensé, y acto seguido, aprovechando la confusión, salté al mar.

 

La caída fue breve, produciendo un chapoteo sordo al impactar contra la masa de agua. En ese instante, mientras mis extremidades iban cediendo calor a la inmensidad azul, mi vida pasó por delante. Recordé buenos momentos, grandes momentos, e inolvidables momentos. Todos ellos solapados por horrores, punzadas de ansiedad, y aquel cúmulo de maquinaciones que habían derivado en aquella fatídica, o redentora, decisión.

Una vez sumergida, abrí los ojos, ignorando por completo el roce con la sal diluida, dejándome mecer por el vaivén de las corrientes, prescindiendo de mi sentido de la supervivencia momentáneamente, y un mundo borroso y vibrante se extendió ante mí. Contra todo pronóstico, y complicando aún más las cosas, mi cuerpo aguantaba el aire, evitando que pudiera ahogarme de forma inmediata. Aquello me otorgó unos valiosos segundos para observar, todo lo detenidamente que la situación podía ofrecerme, el mundo bajo el mundo.

Los últimos rayos de luz atravesaban aquella superficie rugosa con timidez, penetrando en el agua con tanta delicadeza que, si no hubiera estado completamente sumergida, hubiera dejado escapar una lágrima de emoción. 

Peces que sólo había visto en documentales hacían cabriolas entre burbujas, con fugaces destellos escapando de sus metálicas escamas multicolor. El fondo alternaba en patrones oscuros y claros, con incesantes reflejos de la superficie. El horizonte resultaba infinito, sobrecogedor. Capas y capas de agua superponiéndose para dar forma a aquel vasto universo subacuático.

Entonces comprendí que, si bien yo quería enterrarme en el más oscuro vacío, mi cuerpo aún permanecía en la refriega, luchando desesperadamente corazón contra razón. Un sentimiento que había sepultado en lo más hondo de mis entrañas tiempo atrás, resquebrajó sus ataduras, emergiendo a flor de piel. Y una verdad cruzó clara y certera por mi mente: no quería morir.

Estaba aterrada, solo quería desaparecer, no sentir nada… ¿yo quería desaparecer? No, quería que el dolor desapareciera, pero ahora era el aire lo que poco a poco se extinguía. Me llame gilipollas, la mayor que había conocido. Y mi cuerpo, entumecido, en contra de mis esfuerzos, como un peso muerto, comenzó a hundirse aún más en el océano.

No iba a aguantar mucho más. Mis pulmones ardían, la boca chillaba en silencio por un aire del que no disponía, dejando escapar a traición, entre espasmo y espasmo, el poco que había recogido al precipitarme por la borda.

Poco a poco, el mundo que me había devuelto la esperanza, comenzaba a acabar conmigo. Noté la sal, la excesiva sal, corroyéndome las papilas gustativas, después la garganta. Asumí mi final.

Dirigí un último vistazo a lo que iba a ser el juez, verdugo y ataúd de mi existencia. Mis pupilas, con los parpados a punto de cerrarse, se fijaron en un punto en mitad de la nada.

Algo se movía.

Una sombra serpenteante, embadurnada de negro, colosalmente más grande que una tortuga o un tiburón, se acercaba inexorablemente. Liberé entonces mi último aliento, petrificada.

La sombra se aclaró en un extremo a una velocidad endiabla, como un parpadeo, como un guiño, revelando lo que parecía ser un ojo. Me miró fijamente, con una intensidad que hizo temblar hasta la última traza de mi alma.

Perdí el conocimiento.

 

Desperté, justo en el centro de un círculo de cabezas. Entre balbuceos pedí pluma y papel, ignorando las atenciones de la tripulación. El frío no era lo que me corroía por dentro, tampoco el shock, sino un miedo despavorido hacia la traición de mi mente, y de que ésta olvidase tan portentoso descubrimiento.

Garabatee durante varios minutos, centrándome en plasmar cada detalle que mi extenuada cabeza fuera capaz de rememorar. Entonces, con mi esbozo terminado, recuperando a trompicones el resuello, tomé una gran decisión, la única que ahora importa.

 

Una vez en tierra, vendí cuanto poseía y me hice dueña de una embarcación pequeña y adorable, carcomida y desvencijada a partes iguales. Para mis ojos, que ahora tenían las retinas empapadas en sal marina, fue durante muchos años el barco más bonito del mundo. Mi espíritu bramaba ansioso por volver al eterno vaivén del gigante azul, debía encontrar a aquel ser.

Y, como todo lo que para mí había sido importante, le puse un nombre; Winksea, o Guiño del mar, en español.

 

Fue el mejor verano de mi vida.


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